3/20/2011

Una nube sepia en la otra orilla de Japón

Marzo 20 de 2031

_Cuando sucedió el Tsunami en Japón yo sentí como nunca antes el deseo de ayudar, había leído una crónica de Palahniuk sobre una mujer que acudía con su perro a lugares afectados por catástrofes naturales y estaba impresionado. Las historias de la mujer tocaron mi lado más humano. Con sus palabras iba viendo la podredumbre humana en su máximo esplendor, la miseria, pero en algunos casos también la dignidad absoluta. En la tragedia de Japón veía la dignidad de los orientales y me sentía atraído, me daba tristeza ver lo que sufría la gente. Me empeciné con la idea de irme como voluntario.

Japón no quería voluntarios, nadie sabía hacer las cosas mejor que ellos y, en todo caso, había tanta gente allí que no querían más. Al contrario, intentaban sacar hasta al último extranjero. No habría podido cumplir mi deseo si mi padre no hubiera sido amigo del embajador y si no hubiera tenido aquel contacto clave en la cruz roja.

Trabajaba sin descanso, sin detenerme a mirar el cielo. Al final de la jornada el desfile de muertos y la manta de escombros teñían de marrón mi memoria. La atmósfera a mi alrededor me parecía del todo onírica, una pesadilla que observaba sin entender. Una tarde me paralicé por más de una hora, estuve una hora en la misma posición, en el mismo lugar viendo la misma destrucción con la mirada perdida. Alguien se percató y me llevaron a una carpa, no recuerdo lo que sucedió entonces. Al otro día ya estaba bien y reanudé mi trabajo, participé en el rescate de 12 personas. Al día siguiente rescatamos 9 y al siguiente 8 más. Al cuarto día hicimos un recorrido por las mismas zonas para asegurarnos de que no quedaba nadie por ahí. Empezamos a trabajar en la oscuridad, poco antes de que amaneciera. Al mediodía encontramos a un hombre con vida, los rescatistas que iban conmigo eran todos japoneses y yo no entendía nada de lo que decían, no hacía falta entender sino actuar, los gestos lo resolvían todo. Cuando encontramos a este hombre, hicieron una mueca de espanto y se agitaron. Creían que ya había sido rescatado y llevado a un albergue. Me pareció improbable que alguien en tal estado de traumatismo pudiera ubicarse en medio de tantos escombros y llegar justo al mismo lugar de donde acaba de ser rescatado, son nervios, pensé, una especie de delirio colectivo. Enviamos al hombre al albergue y seguimos buscando.
Unas horas más tarde la situación se repitió, esta vez con un joven que había sido sacado de los escombros en estado de inconsciencia, estabilizado y llevado al albergue junto con los demás sobrevivientes ya fuera de peligro. Yo lo recordaba perfectamente, yo había ayudado a recibir la camilla arriba, había visto su rostro y la herida en la frente, y aunque todos los japoneses me parecen iguales, a este lo tengo grabado en mi memoria, tal vez porque fue mi primer rescatado con rastas. También recordaba el lugar, tenían razón, se había salido del albergue y había vuelto a ocupar exactamente el mismo sitio bajo los escombros. El descubrimiento me provocó tantas náuseas que casi vomito mis entrañas, sentí pánico como nunca antes en mi vida, dentro de mí todo se removió tanto o más que el suelo japonés. Perdí el equilibrio, mis fibras se rompieron. Nunca sería el mismo, veía cómo una parte de mí se perdía para siempre, cómo era tragada por la gran ola de lodo y muerte. La situación se repitió muchas veces. Sigue sucediendo de algún modo.

De la misma extraña manera que un hombre murió en la costa oeste de Estados Unidos el día del Tsunami, sorprendido por una ola gigante mientras miraba en dirección al lejano Japón, mi pasado remoto se abalanza sobre mi memoria una y otra vez. Una parte de mí se quedó sepultada en una nube sepia en la otra orilla de Japón.